Los Cronopios nunca mueren

Un texto de Cortázar titulado: “Burla burlando, ya van seis delante”, dice así: Más allá de los cincuenta años empezamos a morirnos poco a poco en otras muertes. Los grandes magos, los chamanes de la juventud, parten sucesivamente. Llega el día -cada cual tendrá sus sombras queridas, sus grandes intercesores- en que el primero de ellos invade horriblemente los diarios y la radio. Tal vez tardaremos en darnos cuenta de que también nuestra muerte ha empezado ese día. Aquellos creadores cuyos nombres siguen enseguida, son mis sombras queridas, mis grandes intercesores. No son necesariamente los más grandes de una determinada época. Son aquellos que, cuando leí la noticia de su muerte en los diarios, me sentí, como Cortázar, un poco menos vivo.

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Las bibliotecas de mi vida


Me detengo un minuto para hablar de ellas, las que tanto colaboraron a darme forma en distintas etapas. Me refiero a las bibliotecas, estanterías públicas y privadas que consulté con entusiasmo a lo largo de mi vida. Me viene primero a la memoria la biblioteca del Anglo, el instituto donde estudiaba inglés en Montevideo. Allí comencé leyendo ediciones que resumían libros escritos en la lengua de Shakespeare, en un vocabulario de 800, 1500 o 2000 palabras, según iba avanzando mi inglés. Cuando logré superar la barrera que estos vocabularios limitados me imponían, de esa biblioteca extraje varios libros de Penguin y, recuerdo, Principia Mathematica de Russell. A escasas cuadras de allí, en el mar de ladrillos que componen el edificio central de la Municipalidad de Montevideo, hay, o había, una Biblioteca Municipal. Su bibliotecaria, una señora sesentona con aires de maestra jubilada proporcionaba idóneo y voluntarioso asesoramiento en cualquier tema, pero su fuerte era historia uruguaya. De la biblioteca de la "Caja de Compensaciones por Desocupación de las Barracas de Lanas, Cueros y Afines" vienen dos modestas ediciones del Poema del Cante Jondo y Yerma, que aún conservo (no me miren con esa cara, que levante la mano el bibliófilo que nunca se robó un libro) En la Biblioteca Nacional, luego de superar las interminables esperas a las que obligaba el primitivo y lento sistema de administración de la misma, leí hasta libros de ajedrez sin tablero, imaginando las piezas bajo las luces mortecinas que reflejaban sobre los viejos escritorios de madera. No recuerdo libro alguno de la biblioteca de los Maristas, pese a que cursé allí toda la primaria y la secundaria. No viene a mi memoria tampoco ningún título de la biblioteca de la Alianza Francesa ni del instituto donde cursé mis estudios preuniversitarios (IPU). De la biblioteca de la Facultad de Ingeniería en Montevideo salieron decenas de libros a visitar mi casa. Tanta familiaridad tenía con las chicas que trabajaban en la biblioteca que solían prestarme inclusive los ejemplares raros que teóricamente no debían salir del sagrado techo universitario. La embajada americana mantenía en Montevideo la biblioteca tecnológicamente mejor equipada de la ciudad. Se llamaba Artigas-Washington y los viejos la recordamos en su antiguo local, el que abandonó para irse al actual hace ya muchos años. Allí se pasaban tardes inolvidables, se podían escuchar cintas y ver videos -cosa rara en el Uruguay de esos años-, leer diarios americanos, -norteamericanos- los autores de ese país y cuanto catálogo de universidades norteamericanas uno precisara. Buena parte de la información que utilicé para mi búsqueda de Universidad que terminó en Berkeley, vino de ese lugar.
El edificio del Congreso uruguayo atesora una hemeroteca -pariente cercano de la biblioteca, como la milonga lo es del tango- notable, en un salón diminuto en la punta superior del piso más alto. A diferencia de la Biblioteca Nacional, allí prestan los diarios sin demasiada burocracia. En ese lugar consulté los diarios uruguayos de días especiales, recuerdo por ejemplo el de la liberación de París, que Montevideo aparentemente vivió como propia, a juzgar por el tamaño de los titulares en una época en que la profesión periodística aún practicaba la discreción.
En la inmensa biblioteca de la Universidad de California en Berkeley leí innumerables cosas. Tiene muchas sedes y subsedes, por lo que es interminable. En su salón con estufa a leña conocí a Boorstin (The Discoverers) y accedí no sólo a muchos libros técnicos sino que su acervo me dio también la oportunidad de terminar la Histoire de France, de Georges Duby, que había empezado en la también espectacular biblioteca del Beaubourg (Centro Cultural Georges Pompidou). En ese parisino y encantador lugar me sumergí durante las tardes de tres meses, en libros y videos sobre el mayo del 68, el Front Populaire y la historia de Francia, mis temas preferidos en esos días. Berkeley me aportó también la biblioteca de la pensión donde me hospedaba -que se llamaba International House, por la cantidad de extranjeros que la habitaban-. Pasé allí innumerables horas, estudiando para la facultad y leyendo de todo un poco entre tarea y tarea, como para cortar un poco la cosa.
En el Reading´s Room de la biblioteca de Londres no me detuve a leer nada, sólo me senté a admirar la belleza del salón de lectura, que lamentablemente, según leí hace poco en alguna parte, algún burócrata va a cerrar por razones presupuestarias. Otro tanto hice en la biblioteca del Vaticano, donde me entretuve imaginando los documentos, los secretos, los pecados que esas estanterías deben esconder. La Biblioteca del Congreso la visité, por supuesto, no podía dejar de conocer la que debe ser la mayor biblioteca del mundo. Pedí una guía de teléfonos de Montevideo, sólo para sentirme satisfecho cuando me dijeran que no había, muy completa serás pero este libro no lo tenés, pensaba espetarle. Pero no pude, porque estaba. En la biblioteca de Morgan en Nueva York, a mi parecer la más grande biblioteca privada de América, vi la mayor exposición de Libros de Horas en mi vida.
El Banco de Guatemala mantiene, o al menos mantenía en el tiempo en que viajé por ese país, dignas bibliotecas abiertas hasta las ocho de la noche en los más remotos pueblos de Guatemala. En ellas leí a Arguedas, el Popul Vuh y a un dramaturgo guatemalteco cuyo nombre mi traicionera memoria se niega a suministrar. Habitualmente era el único cliente de esas bibliotecas del banco, ya que estaban en pueblos indios donde pocos hablaban español y menos lo leían.
En una pensión de Río de Janeiro, el dueño gallego había formado -o dejado formarse, como un avispero que crece solo- una biblioteca multilingüe cuya regla era: llevate un libro, pero dejá al menos otro a cambio. Lugar ideal para terminar lo que uno venía leyendo, dejarlo y agarrar uno nuevo. Un mochilero neozelandés encontró con sorpresa un libro que él había dejado a cambio de otro en una biblioteca de igual carácter de una pensión de Medellín. Trashumantes como sus dueños, los libros habían aprendido a viajar solos.
Dos americanos que decidieron alejarse del consumismo de su país de origen, fueron a establecerse en Placencia, una península arenosa, casi una isla, de Belice. Pusieron un barbiblioteca, donde vendían harina, queso y prestaban -sin pedir ni nombre, ni seña ni número de pasaporte-, los libros que tenían. En las arenas de Belice leí con sorpresa que aún conservo, la Verdadera Historia de la Conquista de la Nueva España, de Bernal Díaz del Castillo.
El Centro Cultural San Martín, en pleno centro de Buenos Aires, tenía una pequeña biblioteca Municipal en su interior, que me facilitó Carriego, Borges, Cortázar, Piglia, Denevi y otros autores argentinos, en un tiempo en que yo no podía permitirme comprar todo libro que se me antojara leer. La embajada americana en Buenos Aires, en forma similar a su par uruguaya, mantenía una biblioteca que en este caso se denominaba Lincoln. Además de más libros de Boorstin, extraje de allí las primeras guías que utilicé para familiarizarme con las calles de Nueva York. Lamentablemente cerró un tiempo, para reabrir en un local diferente y con otro carácter.
La biblioteca de Jorge Barros en Santiago aliviaba maletas: para qué viajar cargado si uno seguramente iba a encontrar allí algo interesante para llevarse al sur, para disfrutar leyendo al costado de un lago de montaña. De esa biblioteca -que yo me divertía desordenando, o sea, ordenando según mi criterio, que no era el de él- provienen las obras completas de Larra, una edición dedicada a Rómulo Gallegos por su editor -en sí misma, una rareza de dedicatoria- y el aún más apreciado volumen de las Obras Completas de Neruda -cuando aún eran un tomo- dedicado a Jorge por el laureado poeta transandino. Esta vez -tengo testigos- no se trata de hurtos sino de presentes.
Un recuerdo al vuelo para las esporádicas, las que nos enseñan que no debemos despreciar biblioteca alguna, porque es difícil que no contengan al menos un volumen digno de ser leído. Si esta es la impresión que tenemos al mirar los estantes modestamente poblados de las casas actuales, es más probable que el interés no despertado nazca de nuestra incapacidad de apreciar el material que tenemos delante. Entre ellas, repaso la de un pariente de Mari en Los Ángeles, donde descubrí la existencia y leí la primera edición de Recuerdos del Pasado de Vicente Pérez Rosales, durante tardes en que la lluvia del sur se mezclaba con trabajos de carpintería y visitas al tambo, la de la madre de una compañera de facultad que me facilitó la Historia de la Revolución Rusa de Trotsky y una espantosa obra de teatro de Benedetti, que sólo mi fanatismo de entonces por ese autor permitía leer. Creo que este último libro "olvidé" retornárselo y se lo mandé a Manolo para una monografía que estaba preparando sobre ese autor. Se llamaba "El Reportaje", espero que aún lo tengas. La Historia de… de Trotsky, la compré finalmente en México, el día de la muerte de Ángel Rama. No sé por qué me acuerdo, pero me acuerdo.
En la biblioteca de otro pariente de Mari en Curicó, tierra de frutales, olor a campo y corredores exteriores con piso de madera que crujían con el vaivén de las sillas basculantes, leí buena parte de las memorias de Altamirano, el mesiánico secretario general del Partido Socialista de Chile en tiempos de Allende.
Dejo para el final, claro, las dos más significativas. La de Papá, en Bulevar Artigas, donde iba a leer sábados y domingos por la mañana temprano, descubriendo las memorias de Churchill, una edición infantil de Las Mil y Una Noches, Bomba, Salgari, Robinson Crusoe, el Romancero Español, el Quijote, la poesía picaresca española del Siglo de Oro y notables enciclopedias como la de Uteha, Georama, Enciclopedia Estudiantil, el Libro de Oro de los Niños (con una sección que enseñaba a hacer papirolas, de donde aprendí la palabra, que nunca había escuchado antes), el Tesoro de la Juventud (con su apasionante sección titulada: "El libro de los hechos heroicos") y una enciclopedia más, de tapas marrones con faja negra, en diez tomos, que me gustaba muchísimo pero cuyo nombre no consigo recordar. Adoro las enciclopedias. Injustamente despreciadas en una época por considerárselas generalistas demás, se las vilipendiaba por no analizar ningún tema a fondo. Quienes lo hacían, en su mayoría nunca analizaron ningún tema en profundidad, curiosa paradoja. Yo las quiero precisamente por eso. Por pretender abarcarlo todo, por renacentistas. Nunca tuve acceso frecuente a la Británica, sin embargo, madre de todas las enciclopedias, pero pienso comprarla en CD cuando tenga equipo multimedia, lo que espero ocurrirá pronto.
Mi propia biblioteca, por último, que en este momento descansa a mis espaldas, vital, pequeña pero seleccionada, que me ha acompañado en mis cambios de domicilio por barrios y ciudades, países y hasta continentes, donde puede encontrarse un poco de todo, desde Biología a Termodinámica, desde el I-Ching al Talmud pasando por El Koran y la Doctrina Peronista. Desde Proust a la Aurora del Saber, desde una colección muy completa de Marcha a una completísima de Crisis. De Marx a Malthus. Desde videos de Gardel a un ejemplar autografiado por Roa Bastos en un bar de Asunción. De Libros de Horas a un ejemplar húmedo de obras de Moliere que quedó en el desastroso estado en que se encuentra actualmente cuando una correntada se llevó mi mochila en un campamento en el Parque Andresito, en el este uruguayo. De Mafalda a Mein Kampf. De Tintín a García Lorca. Una Ardiente Paciencia que Skármeta le dedicó a Federico, un libro de poesía que me dedicó Cadícamo.
Como mi analista va a descubrir el día en que me analice, debo lo que soy a tres fuentes: la mesa, para utilizar una imagen de carpintería, se sostiene en tres patas: mis viajes, mi familia y las bibliotecas. En los diarios de viajes llevados en múltiples cuadernos que aún conservo conmigo me ocupé de los primeros, en "Bulevar Artigas 1432", un texto que escribí una vez, describí de alguna manera la familia. Era acto de justicia dedicarle unas líneas a la tercera.

1 comentario:

XAVIER DUARTE ARTIGAS dijo...

CAUSA GOZO ENCONTRARSE CON ESCRITOS COMO EL REFERIDO A LAS BIBLIOTECAS. SUPONGO QUE BERNARDO FRAU ES URUGUAYO, SOSPECHO QUE YA NO ESTÁ EN EL PAÍS. SEA COMO FUERE -EN ESTE PAÍS TAN POBRECITO EN NÚMERO Y CALIDAD- VISITAR LOS ESCRITOS DE PERSONA TAN ILUSTRADA ES UN HALLAZGO. DEBIERAN LOS URUGUAYOS ESTAR + INFORMADOS DE PERSONAS COMO UD. Y QUE LA CULTURA NO MUERDE PERO CUESTA (MUCHO TIEMPO Y DINERO). DESDE QUE TENÍA 13 AÑOS CONCURRÍ A BIBLIOTECAS, TAMBIÉN POSEO UNA, LA CUAL ACARREO CON CADA MUDANZA, PERO TUVE QUE DESPRENDERME DE LA COLECCIÓN DE MARCHA Y BRECHA, LA CUAL DONÉ A LA BIBLIOTECA DE LA FAC. DE HUMANIDADES Y NO SÉ SI ESTÁ EXPUESTA PARA EL PÚBLICO. UN ABRAZO DE XAVIER