Los Cronopios nunca mueren

Un texto de Cortázar titulado: “Burla burlando, ya van seis delante”, dice así: Más allá de los cincuenta años empezamos a morirnos poco a poco en otras muertes. Los grandes magos, los chamanes de la juventud, parten sucesivamente. Llega el día -cada cual tendrá sus sombras queridas, sus grandes intercesores- en que el primero de ellos invade horriblemente los diarios y la radio. Tal vez tardaremos en darnos cuenta de que también nuestra muerte ha empezado ese día. Aquellos creadores cuyos nombres siguen enseguida, son mis sombras queridas, mis grandes intercesores. No son necesariamente los más grandes de una determinada época. Son aquellos que, cuando leí la noticia de su muerte en los diarios, me sentí, como Cortázar, un poco menos vivo.

  • Horacio Ferrer
  • Augusto Roa Bastos
  • Rafael Alberti
  • Adolfo Bioy Casares
  • Antonio Agri
  • Akira Kurosawa
  • Narciso Yepes
  • Pablo Picasso
  • Marc Chagall
  • Vinicius de Moraes
  • Alfredo Zitarrosa
  • Juan Carlos Onetti
  • Jorge Luis Borges
  • Julio Cortazar
  • Andrés Segovia
  • Osvaldo Pugliese
  • Pablo Neruda
  • Astor Piazzolla

Partir, es morir un poco: Homenaje a Brasil

Esto fue escrito el último día de los tres años que viví en esa hermosa, fraternal e inolvidable tierra que es el suelo de Brasil

Decenas de trilhas no mato, inúmeros picos subidos de Roraima a Paraná, do Río de Janeiro ao Mato Grosso. Quilômetros e quilômetros de praias isoladas atravessadas a pé, algumas das mais maravilhosas ilhas que o mundo tem para oferecer (Grande, Bela, Anchietta, Noronha), uma turma de amigos pequena mas muito solida e espero duradoura. Quilogramas e quilogramas das mas exóticas frutas tropicais, algumas inesquecíveis pingas mineiras experimentadas numa longa noite na Serra da Canastra. O sabor inigualável de um PF de tres reais no litoral logo de descer a serra a pé pelo mato.
A inacreditável Ouro Preto, as areias de Morro de São Paulo, a largura do Amazonas, o nascer do sol no Pico da Bandeira, a por de sol na praia de Maresias, o visual desde a Pedra do Baú. Um povo que teve a gentileza de perdoar meus erros de português e abrir as suas almas e suas casas pedindo nada e perguntando ainda menos, um caipira que me convidou a compartilhar o seu almoço no Saco da Banana me vindo chegar faminto pelo mato, um rio de Roraima onde quase afundo (alguém jogou uma corda justo a tempo). O cafezinho com alguns de vocês no boteco da Verbo Divino depois do almoço.
O rosto do policia civil que me devolveu um envelope com todos os documentos de toda a minha família e todos os cartões e 900 U$S que perdi no primeiríssimo dia que cheguei pela primeira vez a Guarulhos, os corpos suados dos dois trabalhadores que ajudaram a minha mulher quando o seu carro ficou parado no meio da Aírton Senna, o menino de rua que “perseguiu” meu filho para lhe retornar os cheques, documentos do carro e algum dinheiro que tinha deixado cair na areia da Barra de Tijuca. Os fins de semana do verão no litoral, os de inverno em Campos o Monte Verde.
O Parque Ibirapuera quase deserto os sábados e domingos a 7.30 da manha quando ia treinar, uma garça que se para num pau no meio do lago do parque pareceria que a me ver correr. O suco de cana nas rodovias do interior, os ipês florescidos. A impossibilidade de pronunciar a diferença entre grandfather e grandmather. Uma cachoeira de 80 metros quase desconhecida a apenas três quilômetros de Cubatão. O pão de queijo, o chá de cidreira e a caipirinha como ela é feita no baixo Leblon. O mouse de maracujá, o suco de cupuaçu. A tristeza da morte do LEM, a alegria das derrotas do Maluf. Uma descida em assa delta desde o Morro da Gavea (no Rio), o Pelourinho antes e depois da reconstrução. As caminhadas pela Serra do Mar, os acampamentos na Serra da Bocaina. A tristeza da derrota em Paris. A emoção da primeira vez que, desde o alto da serra, vi o litoral. A emoção de última vez que jantei com meus colegas de trilha.
Uma São Silvestre que não imaginei poderia completar, duas maratonas (Curitiba e São Paulo), uma meia maratona na orla do Rio. Três visitas ao Rio, a cidade que sempre achei e continuo achando, a mais bonita do mundo. As fotografias do Araquém Alcantara, (me levo três de seus livros, um deles dedicado) os profetas de Aleijadinho (me levo uma copia de 70 cms de cumprimento de um deles), a música do Caetano (me levo todos os seus CDs). A mágica voz do Ney, (assisti a seu último recital três vezes), a habilidade manual dos homens simples (me levo uma canoa talhada em só uma peça de madeira) um recital “privado” da Gal. Um cachorro viralata, as matérias dominicais do Daniel Piza, um livro de contos da Clarise e um outro de poemas do Vinicius, os editoriais do Estadão, um cavalo branco que montei em Toque Toque Grande.
E, claro, um conjunto de profissionais -vocês- que me ensinaram tanta coisa, que agora conheço o tamanho da minha ignorância.
As lembranças de dois anos, 10 meses e três semanas no inesgotável -e inesquecível- universo brasileiro. As muitas caras da cara do meu Brasil.
Espero que o año 2001, traga para vocês todos a realização de um sonho. Sim, só de um, sino o que a gente deixa para o 2002.

On readers (Sobre la condición de ser lector)


Lector se nace. De niño yo devoraba todo material impreso, incluso los anuncios.
José Saramago

La frase pasó desapercibida para casi todo el mundo. No habla del SARS ni de Irak. Ni siquiera es una frase bonita, no contiene buenas imágenes ni metáforas ni prosopopeyas. Es apenas descriptiva.
Pero para quienes padecemos de la misma enfermedad que Saramago, una revelación. Uno se ve a sí mismo en su infancia. Leyendo los diarios "de los grandes", los libros de la biblioteca del padre de uno, haciéndose habitué de la biblioteca municipal antes siquiera de alcanzar su mostrador. Y se ve ya de más grande, maldiciendo haber olvidado el libro que se está leyendo al llegar a una oficina pública donde hay que hacer media hora de cola. Y leyendo las estúpidas revistas de moda -a falta de otra cosa- en la sala de espera del dentista. Y no hace tantos años, haciendo malabarismos para conseguir un ejemplar del diario en pueblos indios del interior de Guatemala a los que sólo llegaban tres ejemplares, uno para el párroco, otro para el farmacéutico y un tercero para el gerente del Banco de Guatemala.
Lectores eran o son, Neruda ("cayó el libro que siempre se toma en el crepúsculo"), Rodrigo Fresan ("Cuando se ha leído mucho, y se ha leído bien, escribir es una consecuencia inevitable"), Harold Bloom, Vargas Llosa y sobre todo, Jorge Luis Borges. No sólo por su genial frase: "Que otros se vanaglorien de lo que han escrito, yo me enorgullezco de lo que he leído" sino por sus ensayos sobre otros escritores, toda una enciclopedia de cómo leer.
Lector llaman también en Francia a los asistentes o ayudantes de las cátedras de lengua. Y nadie debe sentirse avergonzado por ostentar ese cargo, pues lector en esta acepción fue entre muchos otros, nada menos que Antonio Machado.
¿Somos mejores los lectores que las demás personas? Es claro que no. Sufrimos una adicción como otros sufren las suyas. Se nos supone más cultos. Otro craso error. Y... ¿Qué es cultura? Sin recurrir al diccionario de la RAE, pues no tendría gracia, digamos que tiene el término tres acepciones. Una antropológica, significando más o menos: "conjunto de creencias y maneras de hacer las cosas de un pueblo". Es la cultura a la que nos referimos cuando hablamos de las tribus aborígenes del Amazonas o Australia. En una segunda acepción, definimos cultura como el haber leído -y entendido razonablemente- la base de los autores de Occidente, conocer los grandes lineamientos de la historia, los movimientos culturales en las distintas disciplinas artísticas, estar razonablemente informado de los avances científicos pasados y actuales.
Pero hay una tercera que alguien puso alguna vez encima de la mesa y que es mi preferida. Cultura, en esta acepción, es la capacidad de expresarse correctamente verbalmente y por escrito. Correctamente quiere decir con precisión, gracia, elegancia, estilo y belleza y de modo adecuado para el interlocutor con quien se está departiendo. Y esa capacidad de expresarse comme il faut, no la da otra cosa que la lectura. Y en opinión de Saramago y mía, no hay mucha chance de catch up, de recuperar terreno no leído, en la madurez. Quien no leyó de niño y adolescente, no será nunca lector. Eso pensamos nosotros, claro. En palabras de Pérez Reverte: (la literatura de fantasía, de adolescencia) "... nos devuelve a nosotros mismos tal como éramos; con nuestra inocencia original. Después uno madura, se hace flaubertiano o stendhaliano, se pronuncia por Faulkner, Lampedusa, García Márquez, Durrell o Kafka... Nos volvemos distintos unos de otros; incluso adversarios. Mas todos tenemos un guiño de complicidad al referirnos a ciertos autores y libros mágicos que nos hicieron descubrir la literatura sin atarnos a dogmas ni enseñarnos lecciones equivocadas. Esa es nuestra auténtica patria común: relatos fieles no a los que los hombres ven, a lo que los hombres sueñan".
Como dije, los lectores no somos mejores que nadie. En realidad, solemos ser antisociales, solitarios. Es que enfrentados a muchos otros seres humanos solemos pensar para nuestros adentros "que estoy haciendo perdiendo el tiempo con este nabo, mejor estaría en casa leyendo". Salvo, claro, que el interlocutor sea un lector de raza.
La lectofilia es parienta cercana de la bibliofilia, como la neumonía de la pulmonía, digamos. Pero hay diferencias: el lector muere por leer más que por poseer el material leído, al punto de que goza cediéndolo luego de terminarlo para que otros también lo lean. El bibliófilo da la vida por tener en su biblioteca aquella edición encuadernada en piel de chancho del Quijote de Avellaneda editado en Canarias en la segunda mitad del XVIII. Bibliófilos eran Morgan, que forjó la mayor biblioteca privada de la historia y bibliófilo era también Jean de France, duque de Berry, a quien debemos algunos de los más hermosos libros de horas medievales. Bibliófilo por fin era sin duda el sodero -hombre que se gana la vida vendiendo agua mineral con gas en cajones, desde un camión- que conocí en el sótano de una librería de viejo de Buenos Aires, comprando la segunda edición de un libro carísimo y raro, del que ya tenía la primera y la tercera.
Es claro que los conjuntos tienen intersección, o sea, que hay sufridas almas que padecen al mismo tiempo de ambas enfermedades.
Hoy vemos entronizarse, avanzar sobre posiciones decisorias, a una generación treintañera que forjó su capacidad de expresión más con la televisión que con las bibliotecas. Así, asumen el comando de empresas, ministerios o fundaciones, hombres y mujeres que no consiguen poner dos líneas sin hacer temblar los huesos del Manco, o escribir un texto sin que queden dudas sobre lo que realmente querían expresar. Y al leerlos o escucharlos, nuestros oídos y ojos de lectores, sufren como deben sufrir los oídos de un melómano en un aeropuerto.

Raúl Silva Henríquez


Murió RSH, cardenal primado de la Iglesia Católica Chilena y, como me recuerda Marcela, fundador en plenos años de plomo de la famosa y hoy histórica Vicaría de la Solidaridad, desde la que se convirtió en voz de los que no tenían voz.
Se retira el cardenal acompañado del dolor de creyentes y no creyentes. De sirios y troyanos, que no es poco logro en una vida.
Pío XII tendrá ahora largo tiempo para charlar con un colega que, a diferencia de él, no opto ni por callar ni por otorgar.

Gardel é brasileiro


(Diciembre de 1998)
Ayer fuimos al recital de Caetano, presentación del penúltimo disco, Livro. El show se llama Livro vivo y lo hizo en Buenos Aires y Montevideo, así que probablemente lo hayan presenciado también.
La creatividad de Caetano es infinita, cada tema es un tema, cada disco una renovación. Para mejor, el espectáculo transcurrió en un teatrito pequeñito, de unas 600 personas, donde lo teníamos a tiro de beso. Yo tuve la oportunidad, diría más bien el privilegio de verlo muchas de veces. En Río, en el famoso Canecão (especie de Obras Sanitarias de la ciudad maravillosa), en Buenos Aires y nada menos que seis veces en Salvador hace 16 años. Las seis veces de Salvador no fueron con él como intérprete y yo como espectador. Nada que ver. Una vez lo encontré bailando con todo el mundo en la famosa Praça Castro Alves, pleno centro de Salvador, era solo juntársele, acercársele para quedarte con él bailando o charlando. Otra bailando en un club cualquiera, otra tomándose unas cervezas con amigos en un bar, otra en el recital de Gal Costa, ambos como espectadores, otra en un presentación de un conjunto carnavalero del que él era padrino y por lo cual tocó dos temas. La última fue en su pueblo natal, Santo Amaro, en el reconcavo bahiano, el día del aniversario de esa población. Él y Betania saludaban a todo el mundo desde el balcón de la casa de su madre.
En el recital de Gal Costa en Salvador estaba con Moreno Veloso, su hijo, que aparentaba tener entonces unos ocho años, diría. El ex pibe estaba ayer sobre el escenario con esos ocho años en los hombros más los 16 que han transcurrido desde entonces. Cruda percepción de la vejez que fatalmente nos alcanza, el observar que los niños de nuestro alrededor se han transformado en adultos.
Como me ha tocado presenciar en todos los recitales de artistas brasileños, dentro o fuera de Brasil, a poco de comenzar las butacas se tornan completamente inútiles, porque los brasileños las abandonan rápidamente, para ir a bailar solos o acompañados, en los corredores o entre ellas.
Más escucho a Caetano, más me gusta. Sobre todo porque ahora entiendo más y más las letras y valoro en mayor magnitud su poesía.
Si uno no sale de un recital de Caetano enamorado de la música, de la poesía, de Brasil y de Caetano, bueno, ese uno es un tipo muy distinto a mí.

Las bibliotecas de mi vida


Me detengo un minuto para hablar de ellas, las que tanto colaboraron a darme forma en distintas etapas. Me refiero a las bibliotecas, estanterías públicas y privadas que consulté con entusiasmo a lo largo de mi vida. Me viene primero a la memoria la biblioteca del Anglo, el instituto donde estudiaba inglés en Montevideo. Allí comencé leyendo ediciones que resumían libros escritos en la lengua de Shakespeare, en un vocabulario de 800, 1500 o 2000 palabras, según iba avanzando mi inglés. Cuando logré superar la barrera que estos vocabularios limitados me imponían, de esa biblioteca extraje varios libros de Penguin y, recuerdo, Principia Mathematica de Russell. A escasas cuadras de allí, en el mar de ladrillos que componen el edificio central de la Municipalidad de Montevideo, hay, o había, una Biblioteca Municipal. Su bibliotecaria, una señora sesentona con aires de maestra jubilada proporcionaba idóneo y voluntarioso asesoramiento en cualquier tema, pero su fuerte era historia uruguaya. De la biblioteca de la "Caja de Compensaciones por Desocupación de las Barracas de Lanas, Cueros y Afines" vienen dos modestas ediciones del Poema del Cante Jondo y Yerma, que aún conservo (no me miren con esa cara, que levante la mano el bibliófilo que nunca se robó un libro) En la Biblioteca Nacional, luego de superar las interminables esperas a las que obligaba el primitivo y lento sistema de administración de la misma, leí hasta libros de ajedrez sin tablero, imaginando las piezas bajo las luces mortecinas que reflejaban sobre los viejos escritorios de madera. No recuerdo libro alguno de la biblioteca de los Maristas, pese a que cursé allí toda la primaria y la secundaria. No viene a mi memoria tampoco ningún título de la biblioteca de la Alianza Francesa ni del instituto donde cursé mis estudios preuniversitarios (IPU). De la biblioteca de la Facultad de Ingeniería en Montevideo salieron decenas de libros a visitar mi casa. Tanta familiaridad tenía con las chicas que trabajaban en la biblioteca que solían prestarme inclusive los ejemplares raros que teóricamente no debían salir del sagrado techo universitario. La embajada americana mantenía en Montevideo la biblioteca tecnológicamente mejor equipada de la ciudad. Se llamaba Artigas-Washington y los viejos la recordamos en su antiguo local, el que abandonó para irse al actual hace ya muchos años. Allí se pasaban tardes inolvidables, se podían escuchar cintas y ver videos -cosa rara en el Uruguay de esos años-, leer diarios americanos, -norteamericanos- los autores de ese país y cuanto catálogo de universidades norteamericanas uno precisara. Buena parte de la información que utilicé para mi búsqueda de Universidad que terminó en Berkeley, vino de ese lugar.
El edificio del Congreso uruguayo atesora una hemeroteca -pariente cercano de la biblioteca, como la milonga lo es del tango- notable, en un salón diminuto en la punta superior del piso más alto. A diferencia de la Biblioteca Nacional, allí prestan los diarios sin demasiada burocracia. En ese lugar consulté los diarios uruguayos de días especiales, recuerdo por ejemplo el de la liberación de París, que Montevideo aparentemente vivió como propia, a juzgar por el tamaño de los titulares en una época en que la profesión periodística aún practicaba la discreción.
En la inmensa biblioteca de la Universidad de California en Berkeley leí innumerables cosas. Tiene muchas sedes y subsedes, por lo que es interminable. En su salón con estufa a leña conocí a Boorstin (The Discoverers) y accedí no sólo a muchos libros técnicos sino que su acervo me dio también la oportunidad de terminar la Histoire de France, de Georges Duby, que había empezado en la también espectacular biblioteca del Beaubourg (Centro Cultural Georges Pompidou). En ese parisino y encantador lugar me sumergí durante las tardes de tres meses, en libros y videos sobre el mayo del 68, el Front Populaire y la historia de Francia, mis temas preferidos en esos días. Berkeley me aportó también la biblioteca de la pensión donde me hospedaba -que se llamaba International House, por la cantidad de extranjeros que la habitaban-. Pasé allí innumerables horas, estudiando para la facultad y leyendo de todo un poco entre tarea y tarea, como para cortar un poco la cosa.
En el Reading´s Room de la biblioteca de Londres no me detuve a leer nada, sólo me senté a admirar la belleza del salón de lectura, que lamentablemente, según leí hace poco en alguna parte, algún burócrata va a cerrar por razones presupuestarias. Otro tanto hice en la biblioteca del Vaticano, donde me entretuve imaginando los documentos, los secretos, los pecados que esas estanterías deben esconder. La Biblioteca del Congreso la visité, por supuesto, no podía dejar de conocer la que debe ser la mayor biblioteca del mundo. Pedí una guía de teléfonos de Montevideo, sólo para sentirme satisfecho cuando me dijeran que no había, muy completa serás pero este libro no lo tenés, pensaba espetarle. Pero no pude, porque estaba. En la biblioteca de Morgan en Nueva York, a mi parecer la más grande biblioteca privada de América, vi la mayor exposición de Libros de Horas en mi vida.
El Banco de Guatemala mantiene, o al menos mantenía en el tiempo en que viajé por ese país, dignas bibliotecas abiertas hasta las ocho de la noche en los más remotos pueblos de Guatemala. En ellas leí a Arguedas, el Popul Vuh y a un dramaturgo guatemalteco cuyo nombre mi traicionera memoria se niega a suministrar. Habitualmente era el único cliente de esas bibliotecas del banco, ya que estaban en pueblos indios donde pocos hablaban español y menos lo leían.
En una pensión de Río de Janeiro, el dueño gallego había formado -o dejado formarse, como un avispero que crece solo- una biblioteca multilingüe cuya regla era: llevate un libro, pero dejá al menos otro a cambio. Lugar ideal para terminar lo que uno venía leyendo, dejarlo y agarrar uno nuevo. Un mochilero neozelandés encontró con sorpresa un libro que él había dejado a cambio de otro en una biblioteca de igual carácter de una pensión de Medellín. Trashumantes como sus dueños, los libros habían aprendido a viajar solos.
Dos americanos que decidieron alejarse del consumismo de su país de origen, fueron a establecerse en Placencia, una península arenosa, casi una isla, de Belice. Pusieron un barbiblioteca, donde vendían harina, queso y prestaban -sin pedir ni nombre, ni seña ni número de pasaporte-, los libros que tenían. En las arenas de Belice leí con sorpresa que aún conservo, la Verdadera Historia de la Conquista de la Nueva España, de Bernal Díaz del Castillo.
El Centro Cultural San Martín, en pleno centro de Buenos Aires, tenía una pequeña biblioteca Municipal en su interior, que me facilitó Carriego, Borges, Cortázar, Piglia, Denevi y otros autores argentinos, en un tiempo en que yo no podía permitirme comprar todo libro que se me antojara leer. La embajada americana en Buenos Aires, en forma similar a su par uruguaya, mantenía una biblioteca que en este caso se denominaba Lincoln. Además de más libros de Boorstin, extraje de allí las primeras guías que utilicé para familiarizarme con las calles de Nueva York. Lamentablemente cerró un tiempo, para reabrir en un local diferente y con otro carácter.
La biblioteca de Jorge Barros en Santiago aliviaba maletas: para qué viajar cargado si uno seguramente iba a encontrar allí algo interesante para llevarse al sur, para disfrutar leyendo al costado de un lago de montaña. De esa biblioteca -que yo me divertía desordenando, o sea, ordenando según mi criterio, que no era el de él- provienen las obras completas de Larra, una edición dedicada a Rómulo Gallegos por su editor -en sí misma, una rareza de dedicatoria- y el aún más apreciado volumen de las Obras Completas de Neruda -cuando aún eran un tomo- dedicado a Jorge por el laureado poeta transandino. Esta vez -tengo testigos- no se trata de hurtos sino de presentes.
Un recuerdo al vuelo para las esporádicas, las que nos enseñan que no debemos despreciar biblioteca alguna, porque es difícil que no contengan al menos un volumen digno de ser leído. Si esta es la impresión que tenemos al mirar los estantes modestamente poblados de las casas actuales, es más probable que el interés no despertado nazca de nuestra incapacidad de apreciar el material que tenemos delante. Entre ellas, repaso la de un pariente de Mari en Los Ángeles, donde descubrí la existencia y leí la primera edición de Recuerdos del Pasado de Vicente Pérez Rosales, durante tardes en que la lluvia del sur se mezclaba con trabajos de carpintería y visitas al tambo, la de la madre de una compañera de facultad que me facilitó la Historia de la Revolución Rusa de Trotsky y una espantosa obra de teatro de Benedetti, que sólo mi fanatismo de entonces por ese autor permitía leer. Creo que este último libro "olvidé" retornárselo y se lo mandé a Manolo para una monografía que estaba preparando sobre ese autor. Se llamaba "El Reportaje", espero que aún lo tengas. La Historia de… de Trotsky, la compré finalmente en México, el día de la muerte de Ángel Rama. No sé por qué me acuerdo, pero me acuerdo.
En la biblioteca de otro pariente de Mari en Curicó, tierra de frutales, olor a campo y corredores exteriores con piso de madera que crujían con el vaivén de las sillas basculantes, leí buena parte de las memorias de Altamirano, el mesiánico secretario general del Partido Socialista de Chile en tiempos de Allende.
Dejo para el final, claro, las dos más significativas. La de Papá, en Bulevar Artigas, donde iba a leer sábados y domingos por la mañana temprano, descubriendo las memorias de Churchill, una edición infantil de Las Mil y Una Noches, Bomba, Salgari, Robinson Crusoe, el Romancero Español, el Quijote, la poesía picaresca española del Siglo de Oro y notables enciclopedias como la de Uteha, Georama, Enciclopedia Estudiantil, el Libro de Oro de los Niños (con una sección que enseñaba a hacer papirolas, de donde aprendí la palabra, que nunca había escuchado antes), el Tesoro de la Juventud (con su apasionante sección titulada: "El libro de los hechos heroicos") y una enciclopedia más, de tapas marrones con faja negra, en diez tomos, que me gustaba muchísimo pero cuyo nombre no consigo recordar. Adoro las enciclopedias. Injustamente despreciadas en una época por considerárselas generalistas demás, se las vilipendiaba por no analizar ningún tema a fondo. Quienes lo hacían, en su mayoría nunca analizaron ningún tema en profundidad, curiosa paradoja. Yo las quiero precisamente por eso. Por pretender abarcarlo todo, por renacentistas. Nunca tuve acceso frecuente a la Británica, sin embargo, madre de todas las enciclopedias, pero pienso comprarla en CD cuando tenga equipo multimedia, lo que espero ocurrirá pronto.
Mi propia biblioteca, por último, que en este momento descansa a mis espaldas, vital, pequeña pero seleccionada, que me ha acompañado en mis cambios de domicilio por barrios y ciudades, países y hasta continentes, donde puede encontrarse un poco de todo, desde Biología a Termodinámica, desde el I-Ching al Talmud pasando por El Koran y la Doctrina Peronista. Desde Proust a la Aurora del Saber, desde una colección muy completa de Marcha a una completísima de Crisis. De Marx a Malthus. Desde videos de Gardel a un ejemplar autografiado por Roa Bastos en un bar de Asunción. De Libros de Horas a un ejemplar húmedo de obras de Moliere que quedó en el desastroso estado en que se encuentra actualmente cuando una correntada se llevó mi mochila en un campamento en el Parque Andresito, en el este uruguayo. De Mafalda a Mein Kampf. De Tintín a García Lorca. Una Ardiente Paciencia que Skármeta le dedicó a Federico, un libro de poesía que me dedicó Cadícamo.
Como mi analista va a descubrir el día en que me analice, debo lo que soy a tres fuentes: la mesa, para utilizar una imagen de carpintería, se sostiene en tres patas: mis viajes, mi familia y las bibliotecas. En los diarios de viajes llevados en múltiples cuadernos que aún conservo conmigo me ocupé de los primeros, en "Bulevar Artigas 1432", un texto que escribí una vez, describí de alguna manera la familia. Era acto de justicia dedicarle unas líneas a la tercera.

Tristezas de un doble A


Tristezas de un doble A es el nombre de un tema con el cual Astor Piazzolla homenajea a la marca de bandoneones alemanes Alfred Arnold. Esta marca de bandoneones fue siempre considerada el Stradivarius de los fueyes, es claro que el de Astor era uno de ellos. Cada vez que un doble AA se pierde, es destruido o se desvanece en el tiempo, la música da un paso atrás en su evolución, ya que son irreemplazables.
Tuve hoy otra tristeza de un doble AA. Me enteré, no por los diarios sino por intermedio de un correo electrónico de Eduardo, que falleció Antonio Agri, ex mago del violín, ex integrante del Quinteto de Piazzolla. Algunos de ustedes -creo que pocos- lo escucharon tocar en vida. Yo tuve la suerte de tener ese privilegio varias veces. Recuerdo algunas de ellas: una en un hotel de la calle Callao, como se refieren los periodistas argentinos al Bauen cuando no quieren hacerle propaganda, con Eduardo y María Alicia. Un lugar chiquito, no muchas mesas, un placer. Otra vez en el mismo lugar, una tórrida noche de enero en que María Alicia estaba de vacaciones en Chile. Otra en un teatro de la calle Corrientes, uno enorme, ¿Sería el Opera?, en que la bestia de Agri se tocó Nostalgias, solo, sin ningún otro músico ni ninguna amplificación.
La última vez que lo escuché fue un día de semana en el Consejo Deliberante de Buenos Aires. La Nación solía publicar una columna angosta y larga, en el lado izquierdo de la primera página de su sección de espectáculos, en que listaba los conciertos y actividades artísticas no demasiado publicitadas. Eran siempre muchas y buenas, privilegio de vivir en Buenos Aires. En una oportunidad, siguiendo lo indicado en esa sección como hice tantas veces, me fui después de la oficina al salón San Martín del Consejo Deliberante, especie de parlamento municipal porteño. Quienes conocen el edificio por dentro saben de su belleza y lujo. El salón San Martín es la apoteosis de todo eso. Pleno de boisserie y mármol, es la Argentina que no pudo ser. El salón estaba casi vacío, ocupado tan sólo por jubilados, albo predilecto de los espectáculos de tango gratis y que ocurren en un día de semana, una turista francesa y este servidor.
Antonio se quejó que pocos meses antes había tenido que levantar el espectáculo del Bauen por falta de gente. Se quejó también, aunque sin explicitar su descontento, de la poca gente que había esa tarde.
No se haga mala sangre, maestro, pensé para mi entretela. Recuerde que los últimos Conciertos del Mago en Buenos Aires antes del viaje final –porque lo del Mago no eran recitales ni presentaciones, eran Conciertos – no juntaron ni tres filas, aunque parezca mentira. La gente es así de ingrata. Al igual que Pugliese, se enojaba cuando se lo llamaba de maestro.
Salí del enorme edificio de Diagonal Roca y enfilé para la estación de tren de Retiro taconeando por Florida. Era la hora en que salen a trabajar los músicos de vereda, los cartoneros que hacen su vida con el desecho de las oficinas y los mendigos que recogen comida en los potes de residuos de los restaurantes que durante el mediodía alimentaron miles de empleados bancarios. Recuerdo que se perdía la luz, que un arpista tocaba Mi Buenos Aires Querido y que yo estaba contento. Claro, no sabía que ya no volvería a escuchar a Agri.
Quienes me conocen, saben que Antonio Agri va derecho a la lista de Los cronopios, nunca mueren, aquellos cuyas muertes nos han hecho desfallecer un poco. A integrar el corazón de la memoria que me durará siempre.
"Cuando se muere un grande", dijo Mempo Giardinelli al solicitarle un periodista una reflexión sobre la muerte de Onetti, "yo prefiero no hacer discursos fúnebres. Simplemente aconsejo que lo lean, es el mejor homenaje que puede hacérsele a un escritor". Por eso mientras escribo estas líneas escucho el dulce violín de Antonio Agri mezclarse con mi titubeante digitar sobre el teclado.
Presentimos que inevitablemente, pronto seguirán Salgán y Cadícamo. Sabemos que este mundo violento, devenido en antiestético y por momentos intolerable por influjo de la torpe y egoísta actividad humana, perderá con cada uno de ellos una cuota de la imprescindible dosis de belleza compensatoria de tanto horror. Se hará un poco menos vivible.

Luis Moscardó


Te responderé con una referencia histórica, tipo grondonesca, como a mí me gusta. Es que a menudo pienso que los ejemplos de la historia nos enseñan mucho más que cualquier manual sobre management escrito por un gurú corporativo.
Corría el año 1936. Franco se acababa de alzar en Canarias y la República mantenía aún el control de la España continental. La guarnición de Toledo se manifestó en apoyo de Franco y por tanto fue rodeada por las tropas republicanas. Primero intentaron reducirla por sed y hambre, pero no lo consiguieron. Los sitiados comieron los caballos del cuartel y bebían agua de lluvia o su propia orina.
Luego intentaron rendirla a cañonazos, pero los sitiados tapaban los agujeros de los muros con bolsas de arena, carros, osamentas de caballos o cualquier otra cosa.
Finalmente, los republicanos decidieron recurrir a un arma que pensaron no podía fallar. Tomaron prisionero al hijo del jefe de la guarnición sitiada y lo llamaron por teléfono. Le dijeron simplemente que si no se rendía, fusilarían a su hijo.
“¿Puedo hablar con mi hijo?”, preguntó, y al serle permitido hacerlo le dijo a su vástago: “Grite Viva España, y muera como un valiente”. Y cortó.
Pasaron meses y el alcázar de Toledo no se rindió nunca. Finalmente, fue liberado por las tropas del Generalísimo que avanzaban triunfantes sobre toda España. Franco llamó entonces a Luis Moscardó – tal el nombre del tozudo defensor del Alcázar de Toledo- para que le explicara a él y a su Estado Mayor lo que había ocurrido. Todos esperaban relatos épicos, historias de cruda supervivencia que más o menos todos conocían o podían imaginar.
Toda la respuesta de Moscardó a Franco fue “Sin novedad en el Alcázar, mi General”. El hombre había entendido que defender el Alcázar a cualquier costo, era nada más ni nada menos que lo que correspondía, que cumplir con su trabajo. Por tanto, en su lógica, no había motivo para ceremonias, discursos ni medallas.
Cabe aclarar que en el conflicto que desangró a España yo he tomado siempre partido por la República. Pero mi identificación ideológica no me impide admirar el valor y el sentido del deber, aún cuando quien hace gala de esto es el adversario o el enemigo.
Yo siempre he tomado el de Moscardó como ejemplo de vida.